Una copa de cristal y el vodka no son acompañantes de poesía...

¿Qué podía ser peor que estar bebiendo vodka completamente a oscuras y en la soledad de tu desordenado apartamento?

Entró deprisa y no reparó en encender las luces. Sabía muy bien dónde estaba cada objeto en medio del caos que reinaba en el lugar. Tenía una sola intención: beberse la única botella de vodka que se encontraba en la alacena, como si no hubiese mañana, como si el hecho de que apenas fuese miércoles y debía trabajar al día siguiente no importase. Además - pensó- nunca he hecho el ridículo en ningún lado por ser recatada y cuidar apariencias. Hoy descubriré qué se siente estar borracha. Sí. Vamos a ver si es verdad que bebiendo se ahogan las penas.

De modo que destapó la botella y ésta emitió el característico sonido indicador de que al abrir un licor, con todo el propósito de emborracharse, surtirá efecto.  Arrugó el rostro. No le gustaba beber, no era lo suyo. De hecho, la botella se encontraba allí gracias a sus amigas que solían pasar varias noches acompañándola en su soledad. Y ocasionales amantes que se daba el lujo de recordar. Por eso estoy aquí- se dijo para sus adentros- por esos malditos hijos de perra que me tienen el mundo pequeño.

Ella no era capaz de pensar en otra cosa más que en la cantidad de hombres con los que había estado últimamente, tratando de llenar un vacío, que esa noche reparó, quizás nunca sería llenado, puesto que en sus cortos veintiocho años no había tenido suerte en el amor. Veía cómo su círculo social se iba llenando de amigas que cambiaban su apellido maternal por el de algún imbécil que pronto las traicionaría con una mujer que tuviese mejor cuerpo, o peor aún, por alguna gorda de cara común que les hablase bonito. Así era como pensaba Amanda sobre toda esa imagen descabellada del matrimonio y los problemas que acarreaba una boda. Además, no podía concebir la idea de mantener relaciones por siempre con la misma persona. Todos los días lo mismo. Todas las horas las mismas. Toda la maldita vida la misma historia.



Sin embargo, sabía que algún día tenía que casarse, formar su hogar y tener un hijo, aunque el solo concepto de engordar, perder su figura y cambiarla por una redonda e inmensa barriga, no le terminaba de encajar en el asunto… Ya se ocuparía de convencer a su marido para que adoptaran un hijo. O debería convencerse a ella misma de no ser capaz nunca de ver a un bebé con sus mismos ojos, o quizás su boca, o su cabello. La sola idea la ablandó. Siguió bebiendo aunque el sabor fuese amargo como sus lágrimas. No sabía bien por qué lloraba, el caso es que el escenario era bastante cómodo para que se enfrascara en pensar las desgracias de su pasado, que le habían forjado justo ese futuro que ya estaba viviendo.

Un apartamento no muy grande, sólo contaba con lo necesario. Una cocina, un cuarto espacioso, un baño allí, y otro en el pasillo, muebles, y un bonito balcón que era su lugar favorito. Se sentaba a escribir o tomar fotos, una de sus pasiones, además de bailar al ritmo de suaves melodías. A menudo sentía que podía fundirse en las notas delicadas de los vals que en puntillas bailaba. Pero esa noche, todo estaba oscuro y desordenado. Sólo la luz de la luna acompañada de un ligero pero gélido viento decembrino, ese que indicaba soledad en tiempos de unidad, eran quienes se filtraban por el balcón. A tientas buscó el mullido sillón de tela que tenía en la sala, apartó el montón de ropa limpia aún sin planchar y se sentó, dudosa sobre si tomar otro sorbo del agrio licor, o esperar a que el sabor pasara poco a poco. Se paró en seco y fue hasta la cocina a buscar una copa de cristal, para hacer el ambiente más teatral, pensó.

El hecho es que una copa de cristal y el vodka no eran acompañantes de poesía, pero para ella, admirar el resplandor de la luna sobre la copa, era ensimismarse en pensamientos sordos y  carentes de sentido. Así pasó la noche con su fiel aliada, la sombra. Y el vodka. Tratando de no pensar, pero el esfuerzo era en vano. Y lo peor es que no llegó a ninguna conclusión que la ayudase. Todo lo que hacía era recordar una y otra vez esa noche en la que él prometió cuidarla y mantenerla en sus brazos para siempre... Sin embargo, allí yacía ella, con sus ojos empañados, sosteniendo en una mano una copa y en la otra promesas vacías. Allí estaba ella, sola como la luna.




... Y aunque quise terminar esta historia escrita hace mucho, no se me ocurrió de qué manera culminarla: si permitía que Amanda conociera algún hombre que valiese la pena (hey, sí existen, allí están mis padres amándose a través de los años, cuidándose, perdonándose, respetándose, sobretodo eso, respetándose)... O llevarla por la vida torturándose en cada mala decisión que tomase. Quién sabe. Ambos finales ocurren en la vida real, por lo tanto supongo que ésta es una de las tantas historias inconclusas de mi inmenso repertorio.

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